XXVII. Box

Una vez convencido de mi vocación, dedicando mi vida a Dios y al prójimo, comencé una vida llena de oración, del descubrimiento de Dios.
Aprendí a verte en todas partes. En mi familia, en mis amigos y principalmente en  la naturaleza.
Conocí mucha gente que quiere verte al menos una vez en toda su vida. Conocí también gente que te ve a cada instante. Definí mi vida como un espacio de santidad para disfrutar siempre de tu presencia.
Visité una quinta de los hermanos cristianos en el Valle de los Chillos, muy bonita ya que era grande con muchos jardines e inclusive un pequeño lago donde había un par de botes para remar. Conversé con otros niños y jóvenes que habían optado por su vocación y ya vivian en esta maravillosa quinta.  Hacían deportes, estudiaban y oraban. A uno de ellos se le ocurrió hacer un poco de boxeo. Sacó unos guantes de cuero y me invitó a combatir. Todos estuvieron de acuerdo.  Antes de la pelea conversé con Xavier, así se llamaba este niño.  Me dijo que no se trataba de hacernos daño, que deberíamos fingir los golpes y nada más.
Comenzó la pelea en un ring improvisado y todos los demás hicieron un ruedo. Yo hice lo que me pidió Xavier, esto es, solamente señalar el golpe  en los cinco rounds de tres minutos pactados. El hizo todo lo contrario desde el comienzo, ya te puedes imaginar la paliza que me propinó.
Jesús me dijo que eso mismo me volvería a pasar muchas veces en la vida.
Luego mis hermanos y me decían que mi vocación era vivir en esa linda quinta, mi padre creía que me gustaba ser profesor.
Era tal mi convencimiento de hacerme lego, que todos mis compañeros rezaban al comenzar el día en el aula de clases, para que Dios conserve y no me quite este gran objetivo.

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