VIII. El Indio José
VIII. El indio José. Allá en mi casa de Latacunga, centralmente ubicada en la calle Orellana, mis padres tenían una linda propiedad en la mitad del terreno de media hectárea. Afuera en la parte de atrás había una cementera de habas, árboles de capulies y de pan( así le llamábamos al maple). Lo maravilloso de esto eran las habas tiernas. Salía al patio enorme y sin que me vean, abría las vainas de las habas, escogía las más tiernas y me comía muchas de ellas, sin pelar ni cocinar.
La sala del casa de una sóla planta, tenía ventanales grandes, en forma semicircular y con vidrios en cuadraditos. Seguramente mis padres veían mi afición por las habas tiernas desde atrás de las ventanas.
Un día, el indio José, indígena tuerto sin parche en el ojo, de contextura gruesa, de piel café, ojos grandes y nariz redonda, pidió permiso a mi madre para llevarme de paseo a su vivienda.
El indio José, partidario de la casa, andaba descalzo y a mi me impresionó su planta del pie. Tenía hecho suela su piel y con unas grietas negras de más de un centímetro. Su piel era más dura que un zapato. Su ojo tuerto era verde con blanco y me daba la impresión de que le le iba a salir.
Yo aprendí a caminar a los nueve meses, el día que José me llevó a caminar, ya era un perfecto andinista. Tenia un poco menos de tres años.
Subía el páramo tomado de la mano del indio, y el último tramo me puso en sus fornidos hombros. Divisamos a lo lejos su choza grande, techo de paja de páramo y paredes de adobe.
Su choza tenía un solo ambiente, al fondo estaba su cama a la derecha y el fogón al centro. Al fondo a la izquierda, estaban los cuyes. Me llamó mucho la atención un tiesto enorme que tenía habas y maiz tostado sin manteca. Comimos y regresamos en la tarde. José con su poncho de tiras rojas, blancas y azules, pantalón amarillo gris, que algún día fue blanco. Seguramente todo el regreso me dormí bien en sus brazos, que no recuerdo cómo llegamos a casa.
La sala del casa de una sóla planta, tenía ventanales grandes, en forma semicircular y con vidrios en cuadraditos. Seguramente mis padres veían mi afición por las habas tiernas desde atrás de las ventanas.
Un día, el indio José, indígena tuerto sin parche en el ojo, de contextura gruesa, de piel café, ojos grandes y nariz redonda, pidió permiso a mi madre para llevarme de paseo a su vivienda.
El indio José, partidario de la casa, andaba descalzo y a mi me impresionó su planta del pie. Tenía hecho suela su piel y con unas grietas negras de más de un centímetro. Su piel era más dura que un zapato. Su ojo tuerto era verde con blanco y me daba la impresión de que le le iba a salir.
Yo aprendí a caminar a los nueve meses, el día que José me llevó a caminar, ya era un perfecto andinista. Tenia un poco menos de tres años.
Subía el páramo tomado de la mano del indio, y el último tramo me puso en sus fornidos hombros. Divisamos a lo lejos su choza grande, techo de paja de páramo y paredes de adobe.
Su choza tenía un solo ambiente, al fondo estaba su cama a la derecha y el fogón al centro. Al fondo a la izquierda, estaban los cuyes. Me llamó mucho la atención un tiesto enorme que tenía habas y maiz tostado sin manteca. Comimos y regresamos en la tarde. José con su poncho de tiras rojas, blancas y azules, pantalón amarillo gris, que algún día fue blanco. Seguramente todo el regreso me dormí bien en sus brazos, que no recuerdo cómo llegamos a casa.
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